Todos hacemos un viaje a lo largo de nuestras vidas. Un viaje que nos depara sorpresas, incertidumbres, alegrías y tristezas. Un viaje que, por momentos, se nos antoja extraordinario y que a la vuelta de la siguiente esquina nos golpea con aquello que no podemos evitar y que, en ocasiones, es consecuencia de nuestros actos pasados, pero no necesariamente.
Nadie sabe cuál va a ser el recorrido final de ese viaje. Intentamos prepararnos y crear las mejores condiciones para que sea lo más feliz posible, pero la experiencia nos dice que siendo condición necesaria, nunca es suficiente; ni el devenir es patrimonio personal, ni la vida puede permitirlo, pues se convertiría en un hecho cierto y eso convertiría “el viaje” en algo totalmente previsible y, por tanto, aburrido y desmotivador.
Quizá, solo quizá, debería ser un poco menos incierto, pues la incertidumbre es lo que peor gestiona un ser humano.
Nunca debemos olvidar que este viaje que es la vida, a pesar de todos y de nosotros mismos, es inevitable; “El viaje” y la vida son inseparables e ineludibles: somos “El viaje”.
El problema no es que estemos abocados a realizarlo, el problema es como afrontamos sus dificultades; en las bondades del viaje están y estamos todos.
Cuando pienso en ello siempre imagino un barco que surca el mar. Un gran barco; un barco extraordinario que nos representa a cada uno de nosotros. Y digo extraordinario porque el simple hecho de existir y de tener la oportunidad de vivir es, en si mismo, un hecho extraordinario y maravilloso.
Es evidente que nadie elige el barco ni la travesía que inicialmente le toca vivir. Unos comienzan en un transatlántico lleno de comodidades, otros en una patera que ni siquiera saben si resistirá las primeras millas; solo Dios sabe el por qué.
Sin embargo, sí depende exclusivamente de nosotros la actitud con la que enfrentamos las dificultades y las bondades del viaje… ¡Y he visto, sufrido y disfrutado de todo tipo de actitudes!
Nada ni nadie puede evitar el sufrimiento que nos provocan las tempestades con las que nos encontramos. Pero nada ni nadie nos impide tomar decisiones en ese sentido. Solo depende de nosotros mismos cómo enfrentarlas y salir de ellas.
El problema se presenta cuando las excusas para no hacer lo que debemos se apoderan de nosotros y así encontramos el perdón a nuestra cobardía: No hay derecho… No sé… No puedo…
Pero solo con la actitud no es suficiente; la diferencia (aunque desafortunadamente no siempre) entre los que llegan a su destino y los que no lo hacen está en como desarrollamos la pelea: “aunque no puedo, lo intento”, “aunque no sé, lo aprendo”, “aunque no hay derecho, sigo luchando”.
Las tempestades aparecen sí o sí. Unas veces porque nosotros las provocamos, otras, muchas otras, porque el mar de la vida las lleva en sus entrañas. De nosotros, y solo de nosotros, depende tomar la decisión sobre qué hacemos para intentar sortearlas.
El problema es que pocos toman la decisión de ponerse al timón y asumir lo que eso conlleva; esfuerzo, sacrificio, disciplina, luchar con la desesperanza, asumir las críticas, la incomprensión y, muchas, muchas veces, esa envidia absurda que siempre ha limitado y limita nuestro crecimiento como Cultura. El drama es que todo ello puede acabar con el abandono del timonel.
Por eso, a quienes deciden asir el timón en una tempestad es necesario recordarles aquel micro-discurso que pronunció Sir Winston Churchill en 1941. Lo pronunció en Harrow School, escuela en la que había estudiado cuando era un adolescente. Subió a la tarima de oradores y les dijo 9 palabras:
“Nunca, nunca, nunca, nunca, os rindáis. ¡Jamás os rindáis!
“No me vas a vencer” es la actitud insoslayable; ponernos al timón es el hecho necesario. Después, como bien sabemos, “a veces se gana y a veces se aprende”.
Juan Mateo
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